Por:
Javier Payeras
Escritor
08 de diciembre de 2017
Creo que los guatemaltecos podemos pintar casi con todo. Hemos trazado con ceniza y con fluidos. Con lodo, carbón y huesos humanos. Así sucede cuando lo humano se resiste a morirse en nosotros, damos últimas batallas, lanzamos piedras a la muerte que acecha. Construimos mundos imaginarios en medio de trabajos que detestamos, abrimos arcoíris entre los muros de las cárceles, somos como esas piñatas que devuelven dulces mientras reciben palo. Qué diré, el mundo del artista en épocas difíciles, en un país privilegiado de mentes y culturas, pero que el olvido histórico nos ha llevado a tocar miles de fondos, en su triste mecánica de pulir piedras y dejar que se pudran los diamantes.
Pasando de este párrafo catártico, paso a referirme a lo que hoy es motivo de alegría: el Premio Carlos Mérida 2017. Puedo hablar con alguna autoridad acerca de lo difícil que es instituir un reconocimiento como este. La triste y letárgica burocracia que rebasa las instituciones de gobierno, la buena intención de varios funcionarios dignos –que los hay– dentro del ministerio menos valorado del organigrama y la insistencia por hacerlo realidad lograron este reconocimiento al trabajo intelectual, creativo y ético de una gran mujer: Isabel Ruiz.
Pasando a este tercer párrafo, quiero agradecer la invitación de Isabel para que haga la presentación de su obra, estoy escribiendo estas líneas esperando un Museo de Arte Moderno lleno de admiradores de su obra –soy un pesimista de la razón pero un optimista de la voluntad, parafraseando a Antonio Gramsci– porque son muchas las cosas que convergen dentro de esta genial artista. La primera y más visible es la huella que va equilibrándose con los tiempos que le ha tocado vivir. Por tal cosa no me parece extraño que haya dedicado tanto esmero al grabado, que es una huella mental sobre el papel, es un mapa, es algo relacionado con los ojos y con las manos.
Ella tiene la edad exacta de mi madre, lo que significa que mucho de lo que ha vivido llegó a mí por la anécdota. La guerra y mi madre mientras todos bebían café como si nada ocurriera. Vivir en esa época laberinto donde el Minotauro apenas asomaba su forma, algo que deduzco en la atmósfera oscura de animales extraordinarios de su primera etapa. Quizá reptiles y sombras de pesadillas que nos acosan, pero que a la vez nos son tan familiares como el horror cotidiano y la desigualdad. Pocos artistas en Latinoamérica han tratado el papel con tanta precisión. Del óleo en tela, a la mancha sobre el papel, hay una evolución enorme. Siempre he visto el uso del segundo como un ejercicio de poesía concreta, una página que se incendia, una operación matemática donde el azar es un trazo con crayón pastel seco o el olor de la resina que envenena todos los colores hasta volverlos en negro.
Las impresiones a contraluz, siempre tienen palabras, caligrafías, versos, sumas o listas del mercado. Eso caótico y cotidiano. La extraña normalidad que es deforme en todas sus esquinas. Griscaféazulcobalto. Asoman los rostros también como huellas dentro de una de sus series más emblemáticas: Río Negro. Las imágenes funcionan como un réquiem para todas las víctimas de la guerra en Guatemala, en Centroamérica, en Oriente Medio, en Europa del Este, en África… esos países dañados con la ideología de ser tercer mundo. Aquí donde los muertos se cuentan, pero no se nombran, porque apenas importa darles una identidad humana, pues no son más que necroestadística.
De la misma forma Historia Sitiada es una serie que tiene el carácter sonoro de un murmullo al entrar a una morgue. Sillas con vela y cruces. Una pieza que podría llamarse Hogar Seguro, por ejemplo, una asociación macabra que es igual a los rostros que cambian aunque los refleje el mismo espejo. Las velas siempre son obituarios dentro de nuestra larga espera por la resurrección del espíritu, son disciplinas de fe en la desesperanza y el hastío.