Por:
Licda. Ana María Rodas
Ex Ministra de Cultura y Deportes
Compartido para la
Red Nacional de Gestores Culturales
Estábamos parados al final del muelle de un hermoso hotel a orillas del Caribe. Como aparentemente la conversación iba para largo, decidimos sentarnos y dejar que el agua de mar nos salpicara los pies y las sandalias. Ya sentados echamos la vista al cielo que lucía refulgente. Era Luna Nueva y por lo tanto, las estrellas se veían como si pudiéramos alargar las manos y cortarlas. Nos quedamos en silencio un largo rato ante aquella visión que ya no era posible percibir en la ciudad.
Todavía puedo ver las estrellas, me dijo, el día que eso ya no sea posible, preferiría morir. No exagerés, respondí, a vos siempre te van a sobrar problemas que resolver, decisiones contra las que te echarás con toda la irritación del mundo, grupos a los cuales arengar, y sobre todo, mujeres que te llamen la atención.
A pesar de la oscuridad logré ver una sonrisa disimulada en su rostro y después escuché una voz baja de asentimiento que me dijo tenés razón.
Cuando Mario regresó a Guatemala empezó a remover el lento acontecer de los hechos. La guerra había desconchinflado a todo el mundo, participara o no en ella, y los pintores, los escultores, los actores y los escritores andábamos con la cabeza gacha.
Revolvió todo el panorama cultural, sin duda alguna. Unos cuantos se le unieron para sacar algún provecho de su energía. Otros porque nos atrajeron sus propósitos y además porque nos encariñamos con él. Era fácil, sobre todo si no se le prestaba atención a los momentos en que se exaltaba tan solo porque sí, sin que aparentemente hubiera razón para ello. Hubo quienes se disgustaron tanto que se alejaron, comenzaron a criticarlo a sus espaldas. Yo me gozaba con semejantes babosadas porque Mario era Mario y no necesitaba ni alabanzas ni críticas. Allí estaba él, a sus setenta y tantos años haciendo lo que le daba la gana. Y eso, en este país, ya es mucho.
Comenzamos a ir juntos a congresos y festivales de literatura y nos dio por sentarnos en asientos adyacentes en los aviones. Desde allí criticábamos o hacíamos planes. En esos momentos también me fue contando episodios de su vida; algunos se los escuché relatar al grupo que lo habíamos acogido como pariente. Otros me parecieron demasiado íntimos — se referían a su escritura, detalles de trabajo en la universidad, cuestiones de familia— porque nunca los mencionó de sobremesa en parte alguna en que yo estuviera presente.
Mario era uno de esos seres que hubo en Guatemala a finales del siglo XIX y buena parte del XX. Personas que viviendo en la capital, o en algún poblado lejano, llenaron su vida con libros y poblaron su cerebro con una cultura. Me recordaba a mi padre y a una serie de personas de gran valía que trabajaron en El Imparcial.
Ya no los hacen así. Una tarde, cuando el avión planeaba sobre Guatemala me dijo de pronto: A mí mis hijos deben verme como un dinosaurio. No me comprenden, estoy seguro. Ellos están metidos en actividades de esas que producen réditos. Y escudriñó mi rostro. Vos también debés parecerle un dinosaurio o algo así de raro a tus hijas.
Alguna vez escuché a alguien decirme con toda la convicción del mundo que si Mario se hubiera encarrilado por donde debió hacerlo, probablemente habría tenido reconocimientos valiosos porque su obra es verdaderamente de primer orden.
Me tragué el disgusto porque me pareció una estupidez que el talento fuera como perrito de la calle detrás de las personas adecuadas, precisas, aquellas que pueden complotar y mover pitas para otorgar premios y órdenes y condecoraciones.
Mario, dije — y me levanté del sillón que compartía con aquel que había sugerido que el escritor anduviese moviendo la cola detrás de quienes podrían haberlo llenado de pergaminos y medallitas— escogió la vida.
Escogió la vida, repetí.
Y continúo pensando lo mismo. Nadie puede negarle su capacidad literaria, su ardor y su fuego, su erudición, su capacidad para generar movimientos que vinieron a darle vida a la mortecina cofradía que éramos por causa de la violencia.
Pero nadie pudo quitarle su pasión por la vida, la podríamos encontrar con cierta facilidad si tomáramos de nuevo sus libros y leyéramos abiertamente o entre líneas los pasajes donde el ser humano se lanza, sin cobardía, a la vida.