Escribe
Paulo Alvarado
Publicado en Prensa Libre
26 de abril de 2017
Aunque han transcurrido algunos meses, seguimos conmovidos por esa misma sensación de novedad, de descubrimiento, de primicia. La idea venía de años atrás y, más importantemente, de una vida ligada al instrumento, a su historia y a su repertorio, como una extensión de nuestro cuerpo, como una conexión medular, con la música en especial y con el arte en general.
Me refiero a ese utensilio acústico, cuyo apelativo derivado del italiano describe tan bien su característica sonoridad. Una viola de talla grande —un violón— pero, en realidad, no tan grande —un violoncillo—. Desde hace mucho consignado en los textos con la reproducción de su nombre extranjero, “violoncello”, pero más recientemente con la traslación fonética, “violonchelo” o “chelo”, el instrumento es incluso uno de los seis que aparecen en la lotería mexicana de uso popular (con el número 18…) junto con el bandolón, el tambor, la guitarra, el arpa, la campana. Heredero de la familia del violín, funciona casi como un sine qua non en la música barroca, para volverse imprescindible en toda formación musical de los siglos XVIII y XIX, así como un auténtico territorio de lo experimental en el arte (y bastante más versátil que la mayoría de los instrumentos) desde el 1900.
Mas, ¿cuál ha sido el rol del violonchelo en la música de Guatemala? En nuestro medio, las crónicas y las partituras de las eras colonial y republicana no pasan de mostrarlo como un acompañante, con muy esporádicos momentos de protagonismo hasta bien entrado el siglo pasado. Sus posibilidades como solista pasan desapercibidas, pese a las portentosas piezas de Schumann, Lalo, Brahms, Saint-Saëns, Tchaikovsky, Dvorák y Elgar (por mencionar únicamente la obra de maestros europeos de 1800). Cualquier música guatemalteca para chelo, de esa época o anterior, tiene forzosamente que ser transcripción de composiciones destinadas a otros instrumentos.
No es sino hasta la década de 1940, con Enrique Solares y, más adelante, con Joaquín Orellana, Jorge Sarmientos y Enrique Anleu Díaz, que encontramos expresiones dirigidas específicamente al violonchelo. Aun los pocos compositores nacionales de décadas recientes no nos facilitan una profunda producción orientada al chelo y se hace necesario continuar con una labor de acomodación de música local concebida para otras dotaciones instrumentales. Es así como surge el disco denominado El violonchelo guatemalteco, en que el autor de estas líneas agradece y cuenta con la excelente complicidad del pianista costarricense Gerardo Meza Sandoval y del ingeniero de sonido Jorge Estrada, así como la colaboración del licenciado Alex Salazar y el fundamento financiero del Aporte para la Descentralización Cultural (Adesca) a fin de producir el primer disco centroamericano de música guatemalteca exclusivamente en versiones para chelo y piano.
Como es evidente, aquí especulamos con la paciencia y amabilidad de los lectores y las lectoras, al someter a su consideración el resultado de muchas temporadas de investigar, transcribir, adaptar y digitalizar música guatemalteca proveniente de las más diversas fuentes documentales. La consecuencia es un disco compacto que juega, como en una montaña rusa, con materiales sonoros de divergente especie que, a más de los ya mencionados, cuenta con contribuciones de un anónimo de Huehuetenango, a la par de Raphael Castellanos, Eulalio Samayoa, Germán Alcántara, J. M. Alvarado, Ricardo Castillo, Benigno Mejía, Óscar Castellanos, Sergio Reyes Mendoza, Isabel Ciudad-Real y el propio relator de esta breve crónica.
Regresemos, pues, al principio. Este CD, aparecido hace pocos meses, ofrece al oyente un itinerario caleidoscópico por la música de nuestra nación, en versiones para violonchelo y piano.